[04] La sombra salvaje

Rúntemor frunció el ceño y aguzó la vista. Sus ojos de enano, capaces de escrutar en la absoluta oscuridad de cavernas profundas, habían percibido una sombra que se movía bajo la intensa lluvia, entre los relámpagos luminiscentes, con una sutileza, celeridad y sigilo inconcebibles en este terreno de rocas, maleza y lodo. En un instante, se había esfumado de nuevo ante su vista.

Había tenido la misma impresión en muchos momentos del camino. Cada vez que se daba la vuelta para buscar la presencia que intuía, no había nadie.

―Rasmus, Rasmus, he vuelto a ver esa sombra ―susurró el enano mientras continuaba escrutando en derredor.

El bárbaro ya no respondía. Las fuerzas le habían abandonado y su cuerpo continuaba perdiendo temperatura bajo el aguacero.

El enano se preocupó y zarandeó a su compañero en un afán baldío por hacerle recobrar la consciencia. Apenas le dedicó unos segundos, en los que perdió de vista el terreno. Dio un tremendo respingo al alzar de nuevo la mirada y encontrar ante sí a aquella silueta furtiva.

―¡No des un paso más! ―vociferó Rúntemor en la lengua de la región mientras señalaba a la figura desconocida con el ojo de su hacha.

El agua caía con fuerza sobre una gruesa capa gris con capucha que servía al desconocido para ocultar su rostro. El enano estudió la amenaza. Aparentaba el tamaño común de los hombres, pero se intuía más esbelto y ágil. Llevaba un arco largo cruzado a la espalda y un fardo con flechas. Una espada curva sobresalía bajo la capa, con su vaina anclada al cinturón. Seguramente portaría también alguna daga oculta, y una armadura ligera que no entorpeciera sus movimientos. Cargaba un pequeño macuto, insuficiente para viajar más de un par de días.

Podría tratarse de un cazador de la región, pero aquella espada curva no casaba con esa hipótesis. Quizás fuera un explorador úzhgardt, pero los aguerridos descendientes del Padre de las tribus de la Frontera Salvaje, como la sangre que corría por las venas de Rasmus, eran de complexión mucho más robusta.

Le tranquilizó que sus manos no blandían ninguna de sus armas.

―Hombre enfermo ―dijo la figura con torpeza.

Era una voz femenina, para sorpresa de Rúntemor, brusca pero melódica. Era evidente que no dominaba la lengua de los iluskanos, la raza civilizada de las ciudades y villas de El Norte.

El enano mantenía el hacha alzada enfrentando a la figura.

―Sí, hombre enfermo ―corroboró.

La figura se descubrió y la lluvia comenzó a empapar su pelo y sus orejas puntiagudas. Sus rasgos eran inconfundiblemente élficos, aunque sus ojos rezumaban una fiereza distinta a cuantos elfos Rúntemor hubiera visto antes. Sin saber de la disparidad que había entre ellos, solo había coincidido con la más común de las razas élficas, los elfos lunares, en tabernas o comercios de áreas más civilizadas. Como muchos de sus parientes enanos, desconfiaba de los elfos, a los que consideraba lisonjeros y proclives a utilizar trucos mágicos con indiscreción y precipitación.

La recién llegada se agachó y tocó la linterna que había quedado sin aceite. La luz renació, aunque ningún fuego ardía en su interior. Emanaba de la propia jaula de metal sin explicación.

―¿Bendición o brujería? ―farfulló Rúntemor aturdido por sus prejuicios mientras miraba la linterna.

Alzó su vista hacia la elfa y la luz desveló rasgos de salvaje hermosura. No era una belleza frágil sino rebosante de bravura. La piel era bronceada y el cabello castaño, distinto a aquellos elfos. Los ojos eran de un intenso color avellana y emanaban el coraje de la naturaleza.

Tardó en percatarse de que sostenía tres bayas de gran tamaño en la palma de su mano.

―¿Qué es eso? ―preguntó el enano titubeante.

―Medicina ―respondió la elfa con sencillez.

Rúntemor dudó, pero ya no había tiempo para dudas. Agarró las bayas y se inclinó hacia Rasmus, vigilando a la desconocida por el rabillo del ojo.

Lo sacudió y lo abofeteó, mientras la lluvia caía con fuerza, en un último intento por que recobrara un hilo de consciencia. No desistió en su tosca reanimación.

―¡Me prometiste que cenaríamos en esta maldita posada y vas a cumplir con tu palabra!

Su fe consiguió lo improbable: despertar el último atisbo de fuerza de aquel descendiente mestizo de los úzhgardt. Rasmus parpadeó y dijo algo incoherente en menos que un susurro.

El enano se apresuró. Aplastó una de las bayas e hizo una pasta. Sacó su odre de agua y diluyó un trozo de la pasta en un pequeño cazo de latón antes de introducir el jugo en la boca del hombre. Debía tragar, no atragantarse. Funcionó. Repitió la operación, Rasmus parecía algo más capaz, como si la primera baya hubiera hecho un efecto inmediato. Introdujo el jugo de la segunda y luego de la tercera. Rasmus, entumecido y desorientado, comenzaba a recuperar el aliento.

Los herrajes del gran portón comenzaron a abrirse para mayúscula sorpresa de Rúntemor. Miró de nuevo a la elfa y tan solo acertó a preguntar con un movimiento ascendente de cejas.

―Palabras y viento ―respondió ella con serenidad mientras su mano hacia un gesto de ondulación alejándose desde su boca.

El umbral terminó de abrirse y un hombretón imponente, cubierto por un pesado abrigo, asomó con una gran linterna de ojo de buey en la mano. Bramó con una poderosa voz que competía con el ruido de los truenos.

―Soy Ordan Musgrave, afortunado mesonero de esta fonda. Sed Bienvenidos. Pasad y refugiaros de esta maldita tormenta. Uno de los viejos lugareños de mi taberna me alertó con insistencia de la presencia de alguien frente al portón. ¡Bajo esta tormenta! Casi ignoro a ese borracho charlatán de Grepp. Vuestro amigo parece muy fatigado, dejadme que os ayude a llevarlo dentro. Las penurias se superan mejor con un guisado y un buen trozo de carne de venado.

―¿Y una jarra de buen vino? ―sorprendió Rasmus a todos con su resuello―. Se la debo a este buen enano.

―Jajajajajaja ―tronó Ordan en una risotada―. Fatigado pero astuto. ¡Claro que sí, buen viajero! La mesa contará con todas las jarras que necesites para saldar cuantas deudas tengas con él. Y también con la dama, por supuesto.

El cielo se rompía con violencia. La lluvia arreciaba y los truenos se enfurecían, pero ya no les importaba. Rúntemor, Rasmus y la recién llegada estaban a cobijo, al calor de la chimenea y los braseros de la taberna de la Fonda amurallada de Musgrave.

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