El joven jugador agrupó habilidosamente su mazo de cartas y lo guardó en un bolsillo interior de su desgastada chaqueta. Era una prenda de cuero de buena hechura, aunque envejecida y rematada con innumerables remiendos. Completaba la indumentaria de un plebeyo de ciudad con pretensiones por encima de sus posibilidades.
Se levantó de su banqueta y cruzó la taberna hasta la barra situada del otro lado. Gestualizó el número dos con los dedos acompañando una amable solicitud verbal de un elixir infrecuente. Un viejo ayudante del posadero, que atendía el mostrador de bebidas, se sorprendió por la petición. Rebuscó en una estantería a su espalda y halló una botella de grueso cristal oscuro cubierta de polvo.
―Vino de escarcha, excelente y exótico ―se enorgulleció―, poco conocido lejos de estas tierras gélidas. La uva con la que se fabrica crece solamente en los climas norteños más extremos, por no hablar de los peligros de su recolección. Una grata sorpresa que un joven forastero haya oído hablar de él. Si su bolsa puede permitírselo, quedará deleitado con su aroma y sabor.
Titubeó con la botella en su mano mientras dudaba si escucharía el tintineo de las muchas piezas de oro necesarias para servir este apreciado brebaje.
―Espero sea suficiente, por el vino y su cortesía ―resolvió el adulador joven al tiempo que depositaba una saca sobre el mostrador.
El viejo mesero quedó atrapado un instante en los ojos hipnotizantes del joven. Pestañeó y devolvió su atención a la bolsa. Desanudó el cordel y se asomó al interior. El contenido disipó cualquier suspicacia.
Retiró el tosco corcho con presteza y sirvió el líquido en dos impecables vasos de cerámica ornamentada que tomó de un aparador.
―Cortesía de la casa, para que deguste el vino como usted merece ―se apuró―. Ruego disculpe mi indecisión y torpeza. Mi exceso de cautela me ha llevado a ser desconsiderado con un caballero.
―No se preocupe en absoluto, buen hombre ―dijo en tono comprensivo―. Olvidemos por completo este malentendido.
Una penetrante mirada acompañó estas últimas palabras. El viejo mesero quedó confuso, aturdido, mirando descolocado a un lado y otro, como si hubiese perdido el hilo de cuanto acontecía a su alrededor. El joven recuperó la bolsa sin oposición, aferró los vasos con naturalidad y se alejó.
Recorrió el camino de regreso al salón de la chimenea y depositó las bebidas en una mesilla cercana al asiento ocupado por la artista del laúd. Con disimulo, se atusó el pelo, se colocó bien la camisa y se entalló la chaqueta.
―Un placer saludarla, bella trovadora ―la abordó en tono lisonjero―. Es inevitable negar que hemos intercambiado varias miradas cómplices. Bajo un honroso disimulo, nuestros subconscientes no han parado de lanzarse señales mutuas. Mi sagacidad percibe esas sutilezas. Doy un paso al frente y me presento.
La inesperada revelación atropelló a la juglar, que quedó atónita y sin respuesta.
―Soy Élodin de Aguas Profundas, maestro prestidigitador ―se apresuró a continuar.
Una reluciente moneda de plata surcó el aire. Ella la siguió en su ascenso y descenso hasta ser cazada al vuelo por el hábil desconocido. La desplazó de una a otra mano, delante y detrás de los dedos, a una velocidad vertiginosa. La mostró y la escondió un centenar de veces y, en un suspiro, la moneda se esfumó.
―Fui seleccionado por el mismísimo Khelben Arunsun como aprendiz de las artes arcanas en la academia de Vara Negra. ¡Varios cientos fueron los aspirantes! Sin embargo, la Dama de la Fortuna me susurró en sueños que mi porvenir no se construiría cautivo tras los muros de herméticas bibliotecas. Mi don se manifestaba libre e instintivo, sin fórmulas ni ataduras metódicas. Rechacé la inscripción. Ella favorece a los audaces y a quiénes confían en su suerte. Y aquí estamos usted y yo, corazones aventureros en las frías y peligrosas tierras del Norte. ¿Qué le ha traído aquí? ¿Qué lugar es este para que nuestros caminos se crucen? Presiento que esta buenaventura es algo más que el favor del azar. ¡La sonrisa de Tymora nos ilumina! ¡Aprovechemos tal bendición! Permítame invitarla a un licor autóctono y compartamos cada instante de esta velada…
Antes de que la mujer lograra digerir tal fanfarria, Élodin ya había hecho una reverencia, le había besado la mano con caballerosidad, había arrimado una banqueta y una mesilla, se había sentado junto a ella y le había ofrecido uno de los vasos del delicioso y singular vino.