Grepp, Duncan y Brej se acercaban a los 70 años, longevos miembros de la tribu norteña de los Leones Negros. Sus gentes eran una excepción a la habitual vida nómada y cazadora de las distintas tribus de los agresivos bárbaros úzhgardt del Norte. De hecho, rechazaban el término bárbaro, como reivindicación de su verdadera determinación por arropar la vida civilizada. Su asentamiento permanente, su aldea, se ubicaba unas 60 millas (100 kilómetros) al noreste, al otro lado de los Árboles Nocturnos y no lejos del túmulo ancestral sagrado del Pozo de Beorunna.
A los tres viejos les gustaba pasar tiempo en la taberna de la Fonda amurallada de Musgrave. Entre jarra y jarra, entremezclaban historias, rumores y leyendas de la frontera salvaje con viajeros de paso en la posada. Les reportaba compañía, dosis de autoestima e invitaciones a comida y, sobre todo, bebida.
Aquella noche, Grep, Duncan y Brej otearon una mesa con varias vasijas de vino. Buena premisa. Eran tres cazadores y tramperos que Grep recordaba de alguna ocasión anterior. No eran norteños úzhgardt, sino humanos iluskanos del Norte, también robustos y conocedores del terreno. Si no le fallaba la memoria, lugareños del menudo poblado de Khelb. Gente de bien que se ganaba la vida cazando en terreno fronterizo… y peligroso. Seguro que, además, tendrían alguna buena historia que contar.
Sin embargo, solían ser seis, cuatro hombres y dos mujeres. Faltaban dos hombres y una mujer en la mesa. Los viejos, algo ebrios, no advirtieron ese detalle, ni el silencio entre ellos, las cabezas agachadas y las miradas perdidas en el fondo de los vasos. Solo cuando ya habían arrimado sus banquetas y habían tomado asiento, se percatraron de las contusiones y los cortes, y los restos de sangre seca en las ropas con ragaduras.
―Me temo que no hemos escogido el mejor momento para acercarnos a beber con viejos conocidos… ―se disculpó Grep frotándose el cuello incómodo―. No era nuestra intención molestar. Lo siento, ya nos vamos.
Se apresuró a levantarse y con un cabeceo indicó a los otros que así hicieran. Cuando iba a cargar su banqueta, para poner rumbo a otra mesa, uno de los cazadores le agarró por el brazo y habló.
―Bebemos por los amigos caídos, viejo. Los honramos con la copa en alto… y anhelamos que el alcohol se lleve luego nuestra tristeza. Nos conocemos, como dices, pues alguna vez coincidimos en esta misma taberna. Vosotros contáis historias del Norte, relatos en lois que se entretejen leyendas y peligros. Os tomamos por cuenta-fábulas de taberna en otras ocasiones, lo confieso. Pero vuestras palabras eran fundadas y sabias. Permitidnos invitaros. Yo soy Malcer, ella es Kethra y él es Urth. Los otros tres ya no están… y nunca regresarán. Acompañadnos, por favor. Compartiremos con gusto nuestro vino y lo, más importante, los detalles de nuestra historia.
Los viejos úzhgardt se miraron entre ellos. Había bebida para muchos tragos en las vasijas sobre la mesa. Los rostros fatigados y las heridas de los cazadores, y la pérdida de sus compañeros, sugerían amenazas y supervivencia, giros de desesperación y un final con dosis elevadas de fatalidad.
―¿Y qué título pondríais a vuestra historia, como avanzadilla? ―interpeló el siempre inoportuno e impaciente Duncan, para desesperación de sus compañeros úzhgardt.
Se hizo un nuevo y triste silencio, de miradas perdidas en el fondo de los vasos. Malcer lo deshizo. Dio un largo trago buscando la aprobación de sus amigos y estos le secundaron con sendos largos tragos. Entonces se dirigió a Duncan con voz ronca y ojos fríos.
―El título sería… Orcos malditos y cazadores muertos.